Ezequiel Alemian


 

Epígrafes de algunas fotografías de obra publicados en la revista Artpress a fines  del siglo pasado

Disfrutá el menú especial de esta noche, Yu Tsz-Man, 1996, calentador y diskettes informáticos.

Salió del cuarto y se perdió en la escalera, Mark Luyten, 1997, instalación.

Claire o las piernas más hermosas del mundo, P. Moliner, 1970, 12 x 17 cm.

Entropías amorosas, P. Antoine, 1992-6, nueve fotos con páginas de revistas pornográficas utilizadas como negativos, 15 x 102 cm el conjunto, cortesía Galería Donguy.

Grúa de Beauborg, Jean Legros, 1976, acrílico sobre tela, 120 x 96 cm.

Grúa de Beauborg, Jean Legros, 1976, acrílico sobre tela, 131 x 74 cm.

Vista de la gran escalera del Museo Ludwig de Colonia, foto de R. Gaertner.

Vitrinas de Joseph Beuys y obras de Andy Warhol en el Museo de Mönchengladbach, foto de A. Morain.

La llegada de las imágenes, Sarkis, Capilla Buvignier, Verdun, 1995, foto de C. Philippot.

Mi atelier en Jerusalem, Sarkis, Abu Tor, 1996, organizado por el Museo de Israel, foto de Sarkis.

Historia, David Austen, 1996, óleo y técnica mixta sobre tela, 152,4 x 137 cm.

No entender, Cheik Ledy, 1996, acrílico sobre tela, 142 x 94 cm, cortesía Mamco, Ginevra.

El sueño, Thomas Huber, 1996, mural, 303 x 1145 cm, foto de Skopia / Vieux Grenadiers,

Nada entremedio, Karilee Fulgem, 1996, instalación: yeso, arcilla, madera, luz, foto de P. Litherland.

Estaban y no estaban, Jayce Salloum, 1996, detalle.

Hermafrodita, Nadar, 1860, Lund Ldt.

Los pies contra el muro, Philippe Berry, 1994, bronce, 220 x 70 x 40 cm.

Anna 6.5.7. 1996, 47 x 37 x 52,5 cm, Anna 4.3.5. 1997, 30 x 22,5 x 37,5 cm, Anna 3.4.6 1997, 22,5 x 30 x 40 cm, Anna 10.8.12. 1996, 75 x 60 x 90 cm, Jean Gabriel Coignet, 1996-97, tela pintada, soldada, foto de L. Arduhin.

Esquema (marzo de 1966), Dan Graham, 1967, página de la revista Aspen n° 5-6.

Frente direccionado hacia el norte de un triángulo espejo de dos lados, Noruega, Dan Graham, 1996.

Cercos y dos laberintos espejo de vidrio, Dan Graham, espejo, vidrio, aluminio, vegetación. cortesía M. Goodman, NY.

Espejo cilíndrico de dos lados dentro de un cubo y un salón de video, Dan Graham, 1988-91, colección Dia Center para las artes, NY, cortesía M. Goodman, NY.

Laberinto de pasta de dientes, Lluis Alabern.

El inconsciente no existe, Arnaud Labelle Rojoux, 1996, instalación en la galería Satellite, París.

La casa de Philippe Starck en el bosque de Rambouillet, 1994.

11777 de Foothill Boulevard, Los Angeles, CA, Lewis Baltz, 1991, cibacromo, 125 x 245 cm, enmarcado, colección Museo de Arte de Los Ángeles.

Primera nave espacial en Venus, Sylvie Fleury, 1995, cinco elementos, cortesía Mamco, Ginevra.

Sin título, domingo 27 de junio de 1997, Rebecca Bournigault, foto color, 47 x 60 cm.

El hombre que, puesta en escena de Peter Brook, con M. Bénichou, B. Myers, S. Kouyate, Y. Odia, teatro Bouffes, 1997, foto de M. Enguerand.

Interior actual de la casa de un habitante de Bielefeld-Senne, Eva Leitolf, 1994, fotografía color.

Fosa común en Bosnia, verano de 1996, Wolfgang Bellwinkel, 1996, fotografía color.

Mecánica del incremento de la sensación de vida, Lars Nilsson, 1997, técnica mixta, cortesía Andréas Brandström, Estocolmo.

Jeringa, Jens Brinch y H. P. Jacobsen, 1996, City Space, Copenhague.

Sandra, de la casa Tulip, o cómo vivir en un Estado libre, Matthew Buckingham y Joachim Koester, 1997, film color, 30 minutos, cortesía galería GreeNaftali, Nueva York, proyectado en el Museo de Arte Moderno de París en el marco del ciclo Visiones del Norte.

Diseño para “Zanguezi”, de Khlebnikov, Vladimir Tatlin, 1923.

La pregunta sin respuesta (En los negocios de la estación uno encuentra a veces hombres solos sentados a una mesa, en silencio. Una palabra escapa de sus voces cada tanto…) , Christoph Marthaler, 1997, Teatro de Bale, foto de C. Schnur.

Exhibición del punto de vista local de los periódicos locales, Ivana Keser, 1995, vista de la instalación en la galería PM de Zagreb, diarios, plástico, foto de B. Cvjetanovich.

Pradera privada, Iva Matija Bitanga, 1997, Centro de artes de los estudiantes de Zagreb.

Coma, Dalibor Martinis, 1997, video instalación interactiva, Bienal de Venecia.

Ubu dice la verdad, William Kentridge, 1997, tiza blanca sobre pizarrón negro, 87 x 115 cm.

Trompetas de piojos de caprichosos helados azules, Jessica Stockholder, 1997, divisores de cámaras heladas, 34 pilas de baldes de plástico, madera, alambre, tornillos, pintura al óleo y acrílico, alfombras, cestas, lana, balanza, papel maché, yeso, pesas de 25 kilos, tubos varios, 381 x 855 x 670 cm, Museo Picasso, Antibes.

Jack Kerouac (n°35) jugando al fútbol americano contra la Keith Academy, otoño de 1938.

Nuestro silencio, Laurent Malone, 1998, afiche en un panel publicitario, Rennes, 400 x 300 cm.

Saludos, Bill Viola, 1995, video instalación sonora, colección del Museo Whitney de Arte Americano, foto de K. Perov.

El mensajero, Bill Viola, 1996, video instalación sonora en la catedral de Durham, Gran Bretaña, foto de E. Woodman.

La travesía, detalle, Bill Viola, 1996, video instalación sonora, foto de K, Perov.

Cabaña de creación permanente, Robert Fillou, 1969, 250 x 300 x 300 cm.

Un poema por día, Robert Fillou, 1979, tela y madera, 150 x 150 cm, colección E. Decelle, depositada en Mamco, Ginevra, foto de I. Kalkkinen.

Bien hecho, mal hecho, no hecho, Roberto Fillou, 1969.

Admirando los alerces del monte Takao, Kano Hideyori, 2° mitad del siglo XV, biombo de seis hojas, papel pintado, 150 x 365 cm, Museo Nacional de Tokio.

El momento de la autorealización, Ronnie Heeps, 1997, óleo sobre tela, exposición Fly2, Galería Flye.

Máquina de burbujas, David Medalla, 1963, exposición Lo informe, Centro Georges Pompidou, 1996.

El flaneur de Eurostar, David Medalla, exposición Life/Live, Arc, Museo de Arte Moderno de París, inviernos 1996-97, foto de G. Brett.

Mondrian in exclesis, David Medalla, 1996, pintura y fotocopia, 248 x 176 cm.

Despidiendo a Kafka a comienzos del nuevo milenio, David Medalla, 1997, acrílico sobre papel, 55 x 41 cm.

George R.“Machine Gun” Kelly, artista desconocido, 28 x 23 cm, colección FBI, foto de B. Blackwell.

Uno, n°31, 1950, Jackson Pollock, 1950, óleo sobre tela, 269 x 530 cm, colección Moma, NY, Fundación y colección S. y H. Janis, foto de Kate Keller.

Eco, n° 25, 1951, Jackson Pollock, 1951, óleo sobre tela, 233 x 218 cm, colección Moma, NY, adquirida gracias a una donación de Lille P. Bliss y de la fundación D. Rockefeller, foto de David Allison, Fundación Pollock-Krasner, ARS, NY.

El mar en Malibú, David Hockney, 1988, óleo sobre tela, 91 x 122 cm, colección Miles Q. Fiterman, Saint-Louis Park.

Una silla, jardines de Luxemburgo, París, 10°, agosto, David Hockney, 1985, collage fotográfico, 110 x 80 cm, colección D. Hockney.

Mierda de artista, Piero Manzoni, 1961.

El ciudadano, Richard Hamilton, 1982-3, díptico, óleo sobre tela, 200 x 100 cm cada panel.

El artista en el hospital, Gérard Gasiorowski, 1975-76.

El padre, Gérard Gasiorowski, 1978 ó1979, excremento sobre papel.

En lo más alto, después de haber cagado tanto, Erik Dietman, 1991, bronce, aluminio, materia fecal naturalizada.

Ángel de estación de servicio, Torsten Mass, septiembre de 1998, Teatro Máximo Gorki, Festival de Berlín, foto de P. Ross.

Mentira totalmente inventada, Torsten Maas, septiembre de 1998, Sophiensaele, Festival de Berlín, foto de M. Gearhart.

Nicolas Genjka, a los 24 años, al recibir el premio “Los niños terribles” de manos de Jean Cocteau, foto de Raimon.

Estética de las ruinas-Política de Disneylandia, Mapa de la ciudad de Novi Sad, Igor Antic, 1997, Imagen digital.

Cabaña transportable de creación permanente, Robert Fillou, 1969-84, 280 x 420 x 220 cm, cabaña con objetos, neón, colección Feelisch, Remscheid.

Vandalismo consciente, Arman, 1975, happening en la galería John Gibson, NY.

Desorden estacional de los afectos, Cesare Viel, performance del 22 de septiembre de 1998.

El narrador, Dominique Gonzalez-Foerster, Philippe Parreno, Pierre Huyghe, 1988, foto de M. Domage.

Ciudad lineal móvil, Vito Acconci, 1991, colección Museo Van Hedendaagse Kunst, Gand.

Cien sillas, Franz West, 1998, instalación, Centro de Arte Contemporáneo, Malmö, foto de J. Engsmar.

Prestar las flechas de tu enemigo, Cai Guo-Qiang, 1998, foto de H. Ihara.

La experiencia secreta del doctor, Giller Barbier, 1999.

Cincuenta y cuatro letras no alcanzarán el principio de un verbo, Jean-Pierre Bertrand, 1998, neones azules.

Vivir es como tejer pares de medias, Rosemarie Trockel, 1998, 142 x 85 x 20 cm, cortesía de la galería M. Sprüth, Colonia.

Candy Darling imitando la muerte de una estrella de Hollywood, Gerard Malanga, 1971.

James Joyce por Berenice Abbott.

Beckett delante de su casa de Ussy-sur-Marne, invierno de 1962.

Los secuoyas gigantes de California, Albert Bierstadt, 1874.

Vista desde el nor-oeste del roble de Greendale en Walbeck, A. Rooker a partir de S. H. Grimm.

Bailarín experimental, Paul McCarthy, 1975, video, galería Studio Guenzani.

El hombre de Muybridge caminando a una velocidad ordinaria, Dillier + Scofido, 199, Charleroi / Danses, foto de F. De Cugnac.

Sideración, Claire Chevrier, 1999, inyección de tinta sobre paño de pvc, 197 x 126 cm.

Criadores de abejas, Jan Fabre, 1999, foto de R. Decker.

De todos los días: el jardín, Jean-Claude Bélégou, fotografía blanco y negro.

Desaparición en el mar, Tacita Dean, 1996, film color, 16 mm.

Adiós, expreso galáctico, Yoshinori Kanada, 1981, prueba digital a partir de negativo, foto de L. Matsumoto.

Cero, versión 52, Katsushige Nakashashi, 2001, 15.000 fotografías color, cinta adhesiva.

Salto de Taughannock, Trumansberg, NY, Shigeyoshi Ohi, 1996, fotografía blanco y negro.

Concentrado en un autoretrato como farmacéutico, Damien Hirst, 2000, vitrina de vidrio y acero, mesa, silla, autoretrato, tubos de pintura, pinceles, espejo, cenicero, telas, cortesía Withe Cube, Londres, y Gagosian, Nueva York.

Algo de confort obtenido por la aceptación de las mentiras inherentes que hay en todo, Damien Hirst, 1996, acero, vidrio, vacas, formol, 200 x 90 x 30 cm, cortesía Withe Cube, Londres.

Trinidad: farmacología, fisiología, patología, Damien Hirst, 2000, cortesía White Cube, Londres.

Nocturnos, Anri Sala, 1999, video.

Entrevista, Anri Sala, 1998, video, 28 min.

Instalación en la Kunsthalle de Tyrol con objetos tirados a la basura por los habitantes del lugar, Jan Kopp, 1999, exposición Exits.

Gran reloj que cruje, Gianni Motti, 1999.

Nada con la fuerza, todo con la mente, Gianni Monti, 1997, manifestación telepática delante de la residencia del presidente colombiano E. Samper Pisano.

Terremoto, Gianni Motti, 1994, reivindicación de un terremoto en el sur de Francia.

Sin título, Gianni Motti, 1986, reivindicación de la explosión del Challenger.

17 de junio de 1985, Colonia, Alemania, autoretrato, Denis Roche, cortesía galería Le réverbere, Lyon.

En tránsito…, Mihai Orovenau, 1983-4, impresión en tinta a partir de una fotografía en blanco y negro, 110 x 200 cm.

Estación de tren de Taonan, en la provincia de Jilin, en la República Popular China, Joseph Wolek, 1999, fotografía blanco y negro, 60 x 75 cm.

Imágenes que suceden durante la contemplación de objetos de mucho brillo o también muy iluminados, Rodney Graham, 1989, plexiglás, 14 x 67 x 50 cm.

Fotografía del film “El pequeño elefante”, T. J. Wilcox, 2000, negativo.

Espejos sonoros, Tacita Dean, 1999, film color, 16 mm, cortesía galería Frith Street, Londres, y Marain Goodman, París, Nueva York.

Fémur de hombre belga, Marcel Broodthaers, 1964-65, colección Silvio Perlstein, Amberes.

Serge Daney en Japón en 1981, foto de F. Hugier / Vu.

 

Ezequiel Alemian

 


Leticia Obeid


 

‣Me invitaron a

Estoy en Córdoba porque me invitaron a presentar el libro que publiqué en Ripio el año pasado. Antes de eso estuve unos días en la provincia de Santa Fe porque me invitaron a pasar una semana en una reserva natural cerca de Colonia Belgrano. Y antes de eso pasé unos días en Noetinger, mi pueblo de la infancia, que no es mi lugar natal ‒ese sería Córdoba, y a unas pocas cuadras de donde estoy escribiendo esto‒ porque me quedaba justo a mitad de camino y porque tengo ganas de empezar a filmar algunas cosas nuevas ahí. He notado que uso la figura de la invitación, como en muchos de los textos de Galería de copias, para justificar mis movimientos y búsquedas, incluso las estadías que me alejan de casa. La invitación tiene que ver con la hospitalidad, con la posibilidad de alojar a algo o alguien y supongo que me resulta más fácil darle un lugar a las ideas o los impulsos cuando provienen de un diálogo con otros que cuando estoy hablando sola.

Tenía muchos planes para este viaje. El primero era filmar a la banda municipal de música en Noetinger y estos meses, llenos de obstáculos y problemas prácticos que resolver, no me lo permitieron y fueron acrecentando el deseo. Sin embargo, bastó llegar a la casa del pueblo, en una noche atípicamente helada en el otoño de llanura, que suele ser suave, para que mi cuerpo entendiera súbitamente que iba a ser difícil. La casa me recibió con su energía más inhóspita y ninguna estufa logró templarme en los días que siguieron. Todo parecía atravesado por corrientes de un aire gélido.

Fui a la banda. Ni siquiera las risas de los chicos y el ambiente de juego y de picardía que siempre hay ahí, pudieron modificar mi sensación de no estar siendo recibida con hospitalidad. Nada.

Manejar desde Buenos Aires me había dejado una contractura que directamente me hizo renguear y de repente subir o bajar las escaleras de la casa se volvió una odisea. Me llevó unos días aceptar que iba a tener que desistir de filmar, de escribir, de andar. Fui al médico, me dieron masajes, tomé unos calmantes fuertes y al cabo de una semana pude pasar al segundo plan: viajar hasta la provincia de Santa Fe para la residencia en la Fundación Wildermuth, organizada por Jesu y Martín Antuña y Antonio Druetta, de Cañada Rosquín; los invitados éramos Gabriel Baggio, Manuel Siguenza y yo, como artistas que iban desde Buenos Aires; y Celeste Medrano, artista y científica, de Santa Fe.

Nuestro anfitrión en la reserva era Martín David, un veterinario que vive ahí y que se encarga de llevar a cabo varios programas de la Fundación, creada por los nietos suizos de un alemán que compró grandes extensiones en el siglo XIX, Friedrich Wildermuth. La reserva tiene actualmente unas 1200 hectáreas y se ubica en la transición entre la llanura pampeana y un área que geográficamente se llama Espinal.

La Fundación destina una parte del campo, que no es reserva, a un establecimiento ganadero con un sistema de pasturas y rotación de los animales, que no es del todo tradicional. La familia ha sido, por varias generaciones, seguidora de las ideas de Rudolf Steiner, el creador de la antroposofía. Incluso Bettina, una sobrina-nieta de Wildermuth, tiene en el campo vecino un tambo regenerativo que se aparta de las líneas más extractivas de la explotación agropecuaria en la zona. Ella y Rolfi, su marido, nos mostraron el tambo y nos explicaron algunos fundamentos de la antroposofía que han ido aplicando en la crianza de los animales, con ensayos, errores, idas, vueltas, y cambios de rumbo. El objetivo sería copiar la capacidad de regeneración de la naturaleza, y una forma es hacer “que la biomasa tenga tiempo de expresarse”. Martín, el veterinario, construyó su casa de adobe cerca de la entrada a la reserva y también está criando gallinas con un enfoque agroecológico. En la casa pequeña del viejo casco de la estancia, junto a los galpones, vive Jeremías, el encargado de las vacas, y su familia. Jeremías no está del todo entusiasmado con las innovaciones biodinámicas; es un gaucho de formación clásica, digamos.

Nuestra estadía coincidió con una ola de frío polar. La casa, construida en el siglo XIX, tiene un hogar enorme que inmediatamente se volvió el centro. Teníamos una buena provisión de leña y solo nos apartábamos de la estufa para salir a caminar o para preparar la comida en la cocina, que es la única parte nueva de la casa. Por las mañanas desayunábamos frente al primer fuego y a la noche estirábamos la hora de irnos a dormir en el frío de los cuartos. Hubo varias expediciones a la reserva; yo solo pude acompañar una, que me resultó demasiado exigente físicamente para mi estado poscontractura. Eso me apenó porque es un lugar realmente muy único, para explorar muchas veces. Fundamentalmente me conmocionó ver un territorio sin árboles, solo espartillo y una planta morada de bolitas minúsculas y perfume fuerte, el paico. En esa extensión que han logrado conservar sin demasiadas intervenciones ‒aunque en la zona se practica mucho la quema para manejar la tierra‒ el paisaje se acerca quizás a una imagen de lo originario, de una llanura sin árboles foráneos y con una fauna que ya está casi extinta. En el centro de la reserva hay una laguna que aparece y desaparece según la cantidad de lluvia en cada temporada, a medida que nos acercamos, el suelo se va volviendo más pantanoso. Para saber si la laguna está o no, hay que caminar hasta ahí. En su borde hay un pequeño puesto de observación, el mangrullo, desde donde se pueden mirar con un poco más de altura los pastos, la mezcla de amarillo, ocre y verde pálido, las cañadas, los pájaros y patos.

Jesu, Antonio y Martín visitan la reserva desde hace años y una de sus prácticas consiste en recolectar imágenes con una cámara-trampa que se activa con el movimiento de los animales durante la noche. Gracias a este aparato han podido capturar imágenes de pumas, aguara-guazúes, gatos monteses y otros animales que son difíciles de ver. El hecho de que se muevan preferentemente de noche es fruto de una larga adaptación a la actividad humana, me explicaron. (1) De día es posible ver sus huellas y en las caminatas fuimos mirando el suelo casi todo el tiempo, buscándolas. El ojo entrenado ‒no el mío‒ puede distinguir. La percepción, de cualquier manera, puede cambiar y afinarse. Vimos: lechuzas de campanario, lechuzones, liebres, cuises, huellas de aguará guazú y de puma. En nuestros cuartos, cientos de vaquitas de San Antonio, con sus cáscaras color ladrillo como si fueran laqueadas; y, a pesar del frío, los mosquitos no nos dieron tregua.Tomé algunas notas:

“La caminata fue toda de mirar hacia abajo, de ver dónde ponía cada paso, y de sentir el dolor por tener que levantar las piernas hasta una altura que me cuesta. La mirada se volvió una especie de tubo, de túnel, que solo cambió cuando llegamos al mangrullo y pudimos mirar desde arriba. En eso, el mangrullo es como la casa del casco, un dispositivo de control con las cuatro ventanas mirando los cuatro puntos cardinales, queriendo pre-ver, adelantarse en sus preocupaciones. ¿Cómo desarmar las pre- ocupaciones para poder percibir en tiempo real? ¿Qué preocupaciones nos asaltan hoy, que no son esos “malones” pero vienen en malón? Desde que volví, siento que veo más, más cosas, más detalles, más movimientos. Me pasó también en la ruta. Vi una comadreja, ví pájaros, vi señales pequeñas.”

Un día encontramos, en el montecito que rodea la casa, las lápidas escritas en alemán de Friedrich Wildermuth y de Elsa, su hija. Averiguamos después que las tumbas no están ahí, solo las piedras talladas. Oímos también el viento; las vacas; los perros; el sonido casi satánico que hacen los pichones de la lechuza (Tyto Alba es su nombre científico y suena a dueño de pulpería) que encontramos en el galpón y que primero pensamos que eran dos y luego tres y finalmente cuatro; la radio de Colonia Belgrano con su informe sobre la situación del campo, la plaga de chicharras que se comió el maíz, y el efecto de la Niña. “La Niña no fue normal”, decían, “Esta Niña fue terrible”. También oímos la historia de los bricelet, unas galletas de manteca finitas y crujientes que hace Nora, una mujer del pueblo, siguiendo la receta original suiza que heredó de su familia. Bricelet viene de bretzel. Otra mujer patentó la receta con ese nombre y ahora Nora no puede usarlo; sus envases dicen “galletitas”. De cualquier manera, ella es la experta y guarda celosamente su receta. Nos mostró unos moldes que le fabricó un muchacho de ahí, en aluminio; antes eran de hierro fundido, y cada bricelet tiene un dibujo que copia esa matriz. El pueblo tuvo mucha inmigración suizo-alemana y de alguna manera eso se nota en su prolijidad extrema: en la plaza, en los rosales, en la escuela, en las calles. Me recordó a los pueblitos entrerrianos fundados por “alemanes del Volga”, que se parecen entre sí, y donde todo es pulcro y organizado de manera racional, como en una maqueta. Otro día fuimos a Cañada Rosquín, donde conocimos el centro cultural de León Gieco, que funciona como museo, biblioteca y lugar de encuentro. Vimos algunas letras manuscritas de sus canciones más famosas, fotos, material de archivo que tapiza las paredes y charlamos con un periodista local, el Chino Zanello. Por la tarde visitamos el Teatro León Gieco, donde se hacen obras y se dan cursos y talleres, y fuimos a la Sociedad Italiana, donde los chicos de la banda municipal de música estaban ensayando para el acto del 25 de mayo, que era al día siguiente.

Caminamos por el pueblo, tomamos un café en la panadería más antigua, vimos los galgos de la plaza y un grupito de pájaros carpinteros. Por un momento me pareció que ahí se podría haber filmado Amarcord, cosa que también me ha pasado en Noetinger, aunque es un poco absurdo comparar esos tipos de belleza tan distantes de los pueblos de la pampa, que apenas tienen cien años, y los pueblos italianos medievales. Debe ser el filtro del afecto en la mirada, que me hace juntar esos paisajes, o quizás el efecto de los dialectos italianos en el habla de la zona. Hablando de contagio, un día Celeste nos contó que desde que había vivido en una comunidad qom, ya no comía carne que no estuviera completamente cocida. En la cosmovisión qom, si entendí bien, lo crudo facilita la contaminación y una persona puede entonces transformarse en el animal que se comió.

 

***

 

Siempre me preocupa que el arte se contagie demasiado de la ciencia. Mejor dicho, no tanto de la ciencia sino de sus protocolos de verificación y del conocimiento burocratizado. Además, me da cierta aprensión el acercamiento entre arte y academia, que muchas veces va precedido por pretensiones científicas, como si necesitáramos un permiso extra para justificarlo. En esos días, sin embargo, esas preocupaciones se debilitaron. Pensé que el arte es un lugar tan elástico que cuando se acerca a la ciencia la puede copiar, hacer mímesis, puede incluso satirizarla. Quizás algo está cambiando en mis ideas últimamente o quizás solamente encontré otras maneras de decirlo. Antes decía: el arte es un lugar vacío que puede ser ocupado por cualquier cosa. Ahora me siento más cómoda diciendo: el arte puede hacer lugar, despejar un espacio y un tiempo para alojar procesos y preguntas que no tienen cabida en otros sistemas, y que se pueden combinar de maneras imprevistas. La estadía, las charlas y el tiempo compartido esa semana nos dejaron combinaciones diferentes entre viejas y nuevas preguntas. En esos términos fue, sin ninguna duda, una experiencia artística con todas las letras, intensa y seguramente persistente en la memoria.

 

(1) Se pueden ver algunas de estas imágenes acá: https://www.instagram.com/reservanaturalffw/

 

Leticia Obeid

Junio 2024

 


Messier 87


 

Entrega #1

Desear y morder Messier 87: los WhatsApp hablan de hospitales, hígados y plantas. Lo que toco, del deseo y la materia, del hidrógeno, helio y todo lo demás. Todo lo demás: empastes de Martín, los primeros trazos de Ninita, los soldaditos de Cándido, museos, las palabras de Favio, museos... El tiempo que tardo en sacarme de encima  estorbos y desechos. Lentamente, la raya de luz atraviesa orejas de elefante y rejas, cae sobre mi escritorio, en diagonal cremosa. La vista se enfoca en el árbol pelado. Miramos negativos de vidrio, levantándolos con cuidado, lentamente: frágiles (como el oxígeno que pasa por la máquina de mi madre, que la mantiene viva; y me pregunto cómo es que permanece tan etérea, liviana, casi translúcida; qué constituye su respiración). En un rato tendré que dejar este pequeño espacio (jungla abierta), para volver a correr subte tras subte, calle tras calle, recibir y realizar llamados, y entrar en una, dos, tres exposiciones individuales en menos de seis horas. Allí estaré, saludando. Caminaré en círculos. Sonreiré o no. Y escucharé, quizás, repetir palabras similares, una y otra vez. Algunas veces los discursos sobre las obras son como las prefabricadas, pienso: se levantan en cuarenta y ocho horas, tienen seis paneles y cuatro aberturas. Observaré artistas y galeristas. Si existe rueda de prensa, me ubicaré lejos, por detrás. La mayoría de los periodistas y críticos se acerca a los dueños de museos y coleccionistas. No se trata de la noticia sino de aproximarse. O de obtener –urgente, muy urgente–, información. ¿Y qué es la información? ¿Qué es esa información...? Nada de esto se relaciona con el arte. 

Termino rápido lo que debo hacer y vuelvo a Messier 87, pleno de pinturas chorreantes y pinceladas minúsculas: definen cielos inmensos y soldaditos. Algunas acuarelas brillantes. Miles de libros; varias obras; miles de fotos; árboles: su amor y el de mis amigxs. Son más de treinta y cinco años frecuentando a la familia del arte. A partir de ahora, escribiré sobre esto: será el diario de una crítica de arte. Este puede ser el título, creo. Y lo haré desde Messier 87, la galaxia elíptica en la que reside este agujero negro supermasivo y continente de estrellas, que todo lo atrae, todo lo devora, triturándolo, deshaciéndolo... Sí, fui afortunada: mi hermano y sus amigos me enseñaron a observar el cielo; a vivir, a veces, en otra escala. Después de todo, solo existe esto: helio, hidrógeno y ese dos por ciento que resta, el dos por ciento que nos constituye. Somos, entonces, “todo lo demás”. Miro, y miro, y no pertenezco a nada: aparece la risa y se mezcla en la boca. Somos ensayos pequeños, a veces despabilados, sin seguridad.

 

Entrega #2

Nocturna.

Llueve, hace mucho frío. No tengo abrigo suficiente ni paraguas. Estoy sola en San Stae esperando el próximo vaporetto. No hay personas ni ruidos, solo el agua del Canal Grande golpeando contra la ciudad, demasiado gélida en esta primavera. Entonces surgen de la oscuridad −de entre los muros de las piedras, de entre las iglesias antiguas−, aparecen de forma inesperada (apariciones, sí) un artista y su galerista. El artista, francés; el galerista, quizás alemán. El artista había pintado su piloto con pincel y pintura blanca. Palabras y dibujos por sobre toda la tela. Parejas besándose, parejas riendo, mirándose... Cocktail d’amore pintó en letras grandes sobre la espalda. Un cocktail grafiteado. Se aproxima un vaporetto y la mujer-guarda abre la tranca del bote. Nos grita fuerte en italiano, enojada, malhumorada. Mojados y muertos de frío, reímos y entramos. Buscamos refugio en el interior, buscamos calor. Somos tres con la cabeza en la Bienal, en las pinturas, tarde en la noche, en un vaporetto; y Venecia oscura y maravillosa, lluviosa, vacía. Desconocidos y libres, miramos distraídamente pasar la ciudad −romana, bizantina−, bajo luces desdibujadas y gotas de lluvia, con esa lentitud y letargo que tienen ciertos sueños, o quizás algunos seres fantásticos. Aquí, en Bizancio, pareciera que viven como las aves marinas: sobrevolando el agua, construyendo con piedras hogares dispersos.

 

Entrega #3

Cuándo termina la Bienal: los pintores oscuros

Hay que doblar el cuello para poder observar las obras. En noventa grados. Hay que sostener la cabeza, estirar los párpados, aligerar la espalda, preparar el espíritu… Tenemos que situarnos para digerir todos estos cuerpos y Cristos enrevesados, revueltos, retorcidos, pintados con paletas oscuras, lucidos con poquísima luz, encastrados en celdas de madera tenebrosa y barroca: Cristos y dioses de pieles pálidas, ubicados en las celdas del dolor, últimas estaciones antes de la muerte. Señalan la “Scuola degli impiccati” (La Escuela de los ahorcados), a diez metros del teatro La Fenice, dentro del Ateneo Veneto. Aquí, durante los siglos XVI y XVII, los condenados a muerte, a la horca, recibían su último rezo por parte de las cofradías fusionadas de San Girolamo y Santa Maria della Consolazione. Quizás por eso la oscuridad es, en esta sala, tan penetrante. Las pinturas, ubicadas en el techo, acopladas a celdas de maderas doradas y tenebrosas, dan cuenta del Purgatorio, o de ciertos estados de expiación.

Inmediatamente por encima de los pesados mármoles de vetas verdes y rosadas que estructuran los muros, rodean la habitación la crucifixión, el nacimiento, la resurrección: las escenas de la Pasión de Cristo. En la pared izquierda, dos lienzos de 1670 representan las parábolas del regreso del hijo pródigo y la del buen samaritano, de Antonio Zanchi. Las obras indican la senda de los pecadores arrepentidos. 

Quizás la causa de todo sea el uso del aceite, pienso. Estas pinturas pueden ser especialmente oscuras porque en ellas se utilizó aceite cocido mezclado con otros componentes, pero en proporciones equivocadas. Con el paso de los siglos, los óleos fusionados de esta manera ennegrecen.

A ras del suelo y en medio de la sala, los trabajos que Walton Ford (Larchmont, 1960) realizó en 2023 dejan ver a un león dorado pintado sobre papel, un león que, entre estas pinturas y aún en tinieblas, pierde algo de su fuerza. 

Doblo nuevamente la cabeza hacia arriba. Quiebro el cuello. Todo es penumbra en esta sala del Ateneo, y casi, casi, se escuchan los pasos, las cadenas, los rezos, los llantos, los gritos... De un lado está este león fulgente, pintado con acrílicos y óleos el año pasado. Del otro, un pasadizo de muertos y bendiciones de Tintoretto, Veronese, Palma il Giovane, Alessandro Vittoria… Todos señalan las catástrofes del prójimo, los párpados. Un estado nocturno. El borde del gesto.