Estoy en Córdoba porque me invitaron a presentar el libro que publiqué en Ripio el año pasado. Antes de eso estuve unos días en la provincia de Santa Fe porque me invitaron a pasar una semana en una reserva natural cerca de Colonia Belgrano. Y antes de eso pasé unos días en Noetinger, mi pueblo de la infancia, que no es mi lugar natal ‒ese sería Córdoba, y a unas pocas cuadras de donde estoy escribiendo esto‒ porque me quedaba justo a mitad de camino y porque tengo ganas de empezar a filmar algunas cosas nuevas ahí. He notado que uso la figura de la invitación, como en muchos de los textos de Galería de copias, para justificar mis movimientos y búsquedas, incluso las estadías que me alejan de casa. La invitación tiene que ver con la hospitalidad, con la posibilidad de alojar a algo o alguien y supongo que me resulta más fácil darle un lugar a las ideas o los impulsos cuando provienen de un diálogo con otros que cuando estoy hablando sola.

Tenía muchos planes para este viaje. El primero era filmar a la banda municipal de música en Noetinger y estos meses, llenos de obstáculos y problemas prácticos que resolver, no me lo permitieron y fueron acrecentando el deseo. Sin embargo, bastó llegar a la casa del pueblo, en una noche atípicamente helada en el otoño de llanura, que suele ser suave, para que mi cuerpo entendiera súbitamente que iba a ser difícil. La casa me recibió con su energía más inhóspita y ninguna estufa logró templarme en los días que siguieron. Todo parecía atravesado por corrientes de un aire gélido.

Fui a la banda. Ni siquiera las risas de los chicos y el ambiente de juego y de picardía que siempre hay ahí, pudieron modificar mi sensación de no estar siendo recibida con hospitalidad. Nada.

Manejar desde Buenos Aires me había dejado una contractura que directamente me hizo renguear y de repente subir o bajar las escaleras de la casa se volvió una odisea. Me llevó unos días aceptar que iba a tener que desistir de filmar, de escribir, de andar. Fui al médico, me dieron masajes, tomé unos calmantes fuertes y al cabo de una semana pude pasar al segundo plan: viajar hasta la provincia de Santa Fe para la residencia en la Fundación Wildermuth, organizada por Jesu y Martín Antuña y Antonio Druetta, de Cañada Rosquín; los invitados éramos Gabriel Baggio, Manuel Siguenza y yo, como artistas que iban desde Buenos Aires; y Celeste Medrano, artista y científica, de Santa Fe.

Nuestro anfitrión en la reserva era Martín David, un veterinario que vive ahí y que se encarga de llevar a cabo varios programas de la Fundación, creada por los nietos suizos de un alemán que compró grandes extensiones en el siglo XIX, Friedrich Wildermuth. La reserva tiene actualmente unas 1200 hectáreas y se ubica en la transición entre la llanura pampeana y un área que geográficamente se llama Espinal.

La Fundación destina una parte del campo, que no es reserva, a un establecimiento ganadero con un sistema de pasturas y rotación de los animales, que no es del todo tradicional. La familia ha sido, por varias generaciones, seguidora de las ideas de Rudolf Steiner, el creador de la antroposofía. Incluso Bettina, una sobrina-nieta de Wildermuth, tiene en el campo vecino un tambo regenerativo que se aparta de las líneas más extractivas de la explotación agropecuaria en la zona. Ella y Rolfi, su marido, nos mostraron el tambo y nos explicaron algunos fundamentos de la antroposofía que han ido aplicando en la crianza de los animales, con ensayos, errores, idas, vueltas, y cambios de rumbo. El objetivo sería copiar la capacidad de regeneración de la naturaleza, y una forma es hacer “que la biomasa tenga tiempo de expresarse”. Martín, el veterinario, construyó su casa de adobe cerca de la entrada a la reserva y también está criando gallinas con un enfoque agroecológico. En la casa pequeña del viejo casco de la estancia, junto a los galpones, vive Jeremías, el encargado de las vacas, y su familia. Jeremías no está del todo entusiasmado con las innovaciones biodinámicas; es un gaucho de formación clásica, digamos.

Nuestra estadía coincidió con una ola de frío polar. La casa, construida en el siglo XIX, tiene un hogar enorme que inmediatamente se volvió el centro. Teníamos una buena provisión de leña y solo nos apartábamos de la estufa para salir a caminar o para preparar la comida en la cocina, que es la única parte nueva de la casa. Por las mañanas desayunábamos frente al primer fuego y a la noche estirábamos la hora de irnos a dormir en el frío de los cuartos. Hubo varias expediciones a la reserva; yo solo pude acompañar una, que me resultó demasiado exigente físicamente para mi estado poscontractura. Eso me apenó porque es un lugar realmente muy único, para explorar muchas veces. Fundamentalmente me conmocionó ver un territorio sin árboles, solo espartillo y una planta morada de bolitas minúsculas y perfume fuerte, el paico. En esa extensión que han logrado conservar sin demasiadas intervenciones ‒aunque en la zona se practica mucho la quema para manejar la tierra‒ el paisaje se acerca quizás a una imagen de lo originario, de una llanura sin árboles foráneos y con una fauna que ya está casi extinta. En el centro de la reserva hay una laguna que aparece y desaparece según la cantidad de lluvia en cada temporada, a medida que nos acercamos, el suelo se va volviendo más pantanoso. Para saber si la laguna está o no, hay que caminar hasta ahí. En su borde hay un pequeño puesto de observación, el mangrullo, desde donde se pueden mirar con un poco más de altura los pastos, la mezcla de amarillo, ocre y verde pálido, las cañadas, los pájaros y patos.

Jesu, Antonio y Martín visitan la reserva desde hace años y una de sus prácticas consiste en recolectar imágenes con una cámara-trampa que se activa con el movimiento de los animales durante la noche. Gracias a este aparato han podido capturar imágenes de pumas, aguara-guazúes, gatos monteses y otros animales que son difíciles de ver. El hecho de que se muevan preferentemente de noche es fruto de una larga adaptación a la actividad humana, me explicaron. (1) De día es posible ver sus huellas y en las caminatas fuimos mirando el suelo casi todo el tiempo, buscándolas. El ojo entrenado ‒no el mío‒ puede distinguir. La percepción, de cualquier manera, puede cambiar y afinarse. Vimos: lechuzas de campanario, lechuzones, liebres, cuises, huellas de aguará guazú y de puma. En nuestros cuartos, cientos de vaquitas de San Antonio, con sus cáscaras color ladrillo como si fueran laqueadas; y, a pesar del frío, los mosquitos no nos dieron tregua.Tomé algunas notas:

“La caminata fue toda de mirar hacia abajo, de ver dónde ponía cada paso, y de sentir el dolor por tener que levantar las piernas hasta una altura que me cuesta. La mirada se volvió una especie de tubo, de túnel, que solo cambió cuando llegamos al mangrullo y pudimos mirar desde arriba. En eso, el mangrullo es como la casa del casco, un dispositivo de control con las cuatro ventanas mirando los cuatro puntos cardinales, queriendo pre-ver, adelantarse en sus preocupaciones. ¿Cómo desarmar las pre- ocupaciones para poder percibir en tiempo real? ¿Qué preocupaciones nos asaltan hoy, que no son esos “malones” pero vienen en malón? Desde que volví, siento que veo más, más cosas, más detalles, más movimientos. Me pasó también en la ruta. Vi una comadreja, ví pájaros, vi señales pequeñas.”

Un día encontramos, en el montecito que rodea la casa, las lápidas escritas en alemán de Friedrich Wildermuth y de Elsa, su hija. Averiguamos después que las tumbas no están ahí, solo las piedras talladas. Oímos también el viento; las vacas; los perros; el sonido casi satánico que hacen los pichones de la lechuza (Tyto Alba es su nombre científico y suena a dueño de pulpería) que encontramos en el galpón y que primero pensamos que eran dos y luego tres y finalmente cuatro; la radio de Colonia Belgrano con su informe sobre la situación del campo, la plaga de chicharras que se comió el maíz, y el efecto de la Niña. “La Niña no fue normal”, decían, “Esta Niña fue terrible”. También oímos la historia de los bricelet, unas galletas de manteca finitas y crujientes que hace Nora, una mujer del pueblo, siguiendo la receta original suiza que heredó de su familia. Bricelet viene de bretzel. Otra mujer patentó la receta con ese nombre y ahora Nora no puede usarlo; sus envases dicen “galletitas”. De cualquier manera, ella es la experta y guarda celosamente su receta. Nos mostró unos moldes que le fabricó un muchacho de ahí, en aluminio; antes eran de hierro fundido, y cada bricelet tiene un dibujo que copia esa matriz. El pueblo tuvo mucha inmigración suizo-alemana y de alguna manera eso se nota en su prolijidad extrema: en la plaza, en los rosales, en la escuela, en las calles. Me recordó a los pueblitos entrerrianos fundados por “alemanes del Volga”, que se parecen entre sí, y donde todo es pulcro y organizado de manera racional, como en una maqueta. Otro día fuimos a Cañada Rosquín, donde conocimos el centro cultural de León Gieco, que funciona como museo, biblioteca y lugar de encuentro. Vimos algunas letras manuscritas de sus canciones más famosas, fotos, material de archivo que tapiza las paredes y charlamos con un periodista local, el Chino Zanello. Por la tarde visitamos el Teatro León Gieco, donde se hacen obras y se dan cursos y talleres, y fuimos a la Sociedad Italiana, donde los chicos de la banda municipal de música estaban ensayando para el acto del 25 de mayo, que era al día siguiente.

Caminamos por el pueblo, tomamos un café en la panadería más antigua, vimos los galgos de la plaza y un grupito de pájaros carpinteros. Por un momento me pareció que ahí se podría haber filmado Amarcord, cosa que también me ha pasado en Noetinger, aunque es un poco absurdo comparar esos tipos de belleza tan distantes de los pueblos de la pampa, que apenas tienen cien años, y los pueblos italianos medievales. Debe ser el filtro del afecto en la mirada, que me hace juntar esos paisajes, o quizás el efecto de los dialectos italianos en el habla de la zona. Hablando de contagio, un día Celeste nos contó que desde que había vivido en una comunidad qom, ya no comía carne que no estuviera completamente cocida. En la cosmovisión qom, si entendí bien, lo crudo facilita la contaminación y una persona puede entonces transformarse en el animal que se comió.

 

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Siempre me preocupa que el arte se contagie demasiado de la ciencia. Mejor dicho, no tanto de la ciencia sino de sus protocolos de verificación y del conocimiento burocratizado. Además, me da cierta aprensión el acercamiento entre arte y academia, que muchas veces va precedido por pretensiones científicas, como si necesitáramos un permiso extra para justificarlo. En esos días, sin embargo, esas preocupaciones se debilitaron. Pensé que el arte es un lugar tan elástico que cuando se acerca a la ciencia la puede copiar, hacer mímesis, puede incluso satirizarla. Quizás algo está cambiando en mis ideas últimamente o quizás solamente encontré otras maneras de decirlo. Antes decía: el arte es un lugar vacío que puede ser ocupado por cualquier cosa. Ahora me siento más cómoda diciendo: el arte puede hacer lugar, despejar un espacio y un tiempo para alojar procesos y preguntas que no tienen cabida en otros sistemas, y que se pueden combinar de maneras imprevistas. La estadía, las charlas y el tiempo compartido esa semana nos dejaron combinaciones diferentes entre viejas y nuevas preguntas. En esos términos fue, sin ninguna duda, una experiencia artística con todas las letras, intensa y seguramente persistente en la memoria.

 

(1) Se pueden ver algunas de estas imágenes acá: https://www.instagram.com/reservanaturalffw/

 

 

Leticia Obeid

Junio 2024