Entrega #1


Desear y morder Messier 87: los WhatsApp hablan de hospitales, hígados y plantas. Lo que toco, del deseo y la materia, del hidrógeno, helio y todo lo demás. Todo lo demás: empastes de Martín, los primeros trazos de Ninita, los soldaditos de Cándido, museos, las palabras de Favio, museos... El tiempo que tardo en sacarme de encima  estorbos y desechos. Lentamente, la raya de luz atraviesa orejas de elefante y rejas, cae sobre mi escritorio, en diagonal cremosa. La vista se enfoca en el árbol pelado. Miramos negativos de vidrio, levantándolos con cuidado, lentamente: frágiles (como el oxígeno que pasa por la máquina de mi madre, que la mantiene viva; y me pregunto cómo es que permanece tan etérea, liviana, casi translúcida; qué constituye su respiración). En un rato tendré que dejar este pequeño espacio (jungla abierta), para volver a correr subte tras subte, calle tras calle, recibir y realizar llamados, y entrar en una, dos, tres exposiciones individuales en menos de seis horas. Allí estaré, saludando. Caminaré en círculos. Sonreiré o no. Y escucharé, quizás, repetir palabras similares, una y otra vez. Algunas veces los discursos sobre las obras son como las prefabricadas, pienso: se levantan en cuarenta y ocho horas, tienen seis paneles y cuatro aberturas. Observaré artistas y galeristas. Si existe rueda de prensa, me ubicaré lejos, por detrás. La mayoría de los periodistas y críticos se acerca a los dueños de museos y coleccionistas. No se trata de la noticia sino de aproximarse. O de obtener –urgente, muy urgente–, información. ¿Y qué es la información? ¿Qué es esa información...? Nada de esto se relaciona con el arte. 
Termino rápido lo que debo hacer y vuelvo a Messier 87, pleno de pinturas chorreantes y pinceladas minúsculas: definen cielos inmensos y soldaditos. Algunas acuarelas brillantes. Miles de libros; varias obras; miles de fotos; árboles: su amor y el de mis amigxs. Son más de treinta y cinco años frecuentando a la familia del arte. A partir de ahora, escribiré sobre esto: será el diario de una crítica de arte. Este puede ser el título, creo. Y lo haré desde Messier 87, la galaxia elíptica en la que reside este agujero negro supermasivo y continente de estrellas, que todo lo atrae, todo lo devora, triturándolo, deshaciéndolo... Sí, fui afortunada: mi hermano y sus amigos me enseñaron a observar el cielo; a vivir, a veces, en otra escala. Después de todo, solo existe esto: helio, hidrógeno y ese dos por ciento que resta, el dos por ciento que nos constituye. Somos, entonces, “todo lo demás”. Miro, y miro, y no pertenezco a nada: aparece la risa y se mezcla en la boca. Somos ensayos pequeños, a veces despabilados, sin seguridad.


Entrega #2


Nocturna.

 Llueve, hace mucho frío. No tengo abrigo suficiente ni paraguas. Estoy sola en San Stae esperando el próximo vaporetto. No hay personas ni ruidos, solo el agua del Canal Grande golpeando contra la ciudad, demasiado gélida en esta primavera. Entonces surgen de la oscuridad −de entre los muros de las piedras, de entre las iglesias antiguas−, aparecen de forma inesperada (apariciones, sí) un artista y su galerista. El artista, francés; el galerista, quizás alemán. El artista había pintado su piloto con pincel y pintura blanca. Palabras y dibujos por sobre toda la tela. Parejas besándose, parejas riendo, mirándose... Cocktail d’amore pintó en letras grandes sobre la espalda. Un cocktail grafiteado. Se aproxima un vaporetto y la mujer-guarda abre la tranca del bote. Nos grita fuerte en italiano, enojada, malhumorada. Mojados y muertos de frío, reímos y entramos. Buscamos refugio en el interior, buscamos calor. Somos tres con la cabeza en la Bienal, en las pinturas, tarde en la noche, en un vaporetto; y Venecia oscura y maravillosa, lluviosa, vacía. Desconocidos y libres, miramos distraídamente pasar la ciudad −romana, bizantina−, bajo luces desdibujadas y gotas de lluvia, con esa lentitud y letargo que tienen ciertos sueños, o quizás algunos seres fantásticos. Aquí, en Bizancio, pareciera que viven como las aves marinas: sobrevolando el agua, construyendo con piedras hogares dispersos.


Entrega #3


Cuándo termina la Bienal: los pintores oscuros

Hay que doblar el cuello para poder observar las obras. En noventa grados. Hay que sostener la cabeza, estirar los párpados, aligerar la espalda, preparar el espíritu… Tenemos que situarnos para digerir todos estos cuerpos y Cristos enrevesados, revueltos, retorcidos, pintados con paletas oscuras, lucidos con poquísima luz, encastrados en celdas de madera tenebrosa y barroca: Cristos y dioses de pieles pálidas, ubicados en las celdas del dolor, últimas estaciones antes de la muerte. Señalan la “Scuola degli impiccati” (La Escuela de los ahorcados), a diez metros del teatro La Fenice, dentro del Ateneo Veneto. Aquí, durante los siglos XVI y XVII, los condenados a muerte, a la horca, recibían su último rezo por parte de las cofradías fusionadas de San Girolamo y Santa Maria della Consolazione. Quizás por eso la oscuridad es, en esta sala, tan penetrante. Las pinturas, ubicadas en el techo, acopladas a celdas de maderas doradas y tenebrosas, dan cuenta del Purgatorio, o de ciertos estados de expiación.

Inmediatamente por encima de los pesados mármoles de vetas verdes y rosadas que estructuran los muros, rodean la habitación la crucifixión, el nacimiento, la resurrección: las escenas de la Pasión de Cristo. En la pared izquierda, dos lienzos de 1670 representan las parábolas del regreso del hijo pródigo y la del buen samaritano, de Antonio Zanchi. Las obras indican la senda de los pecadores arrepentidos. 

Quizás la causa de todo sea el uso del aceite, pienso. Estas pinturas pueden ser especialmente oscuras porque en ellas se utilizó aceite cocido mezclado con otros componentes, pero en proporciones equivocadas. Con el paso de los siglos, los óleos fusionados de esta manera ennegrecen.

A ras del suelo y en medio de la sala, los trabajos que Walton Ford (Larchmont, 1960) realizó en 2023 dejan ver a un león dorado pintado sobre papel, un león que, entre estas pinturas y aún en tinieblas, pierde algo de su fuerza. 

Doblo nuevamente la cabeza hacia arriba. Quiebro el cuello. Todo es penumbra en esta sala del Ateneo, y casi, casi, se escuchan los pasos, las cadenas, los rezos, los llantos, los gritos... De un lado está este león fulgente, pintado con acrílicos y óleos el año pasado. Del otro, un pasadizo de muertos y bendiciones de Tintoretto, Veronese, Palma il Giovane, Alessandro Vittoria… Todos señalan las catástrofes del prójimo, los párpados. Un estado nocturno. El borde del gesto.